Selección de un fragmento de la novela, por Paco Mendoza, responsable del Plan Lector y Biblioteca

"Pasados unos minutos, oí un silbido agudo. Sentí que el frío me subía de los pies a la cabeza. Evidentemente, desde el interior del barco y mediante una válvula, se había dejado entrar agua del exterior que nos invadía y que pronto llenó el camarote. Entonces se abrió una segunda puerta situada en el costado del Nautilus. Nos iluminó una leve claridad y, un instante después, nuestros pies pisaban el fondo del mar.
¿Cómo describir las impresiones que me dejó aquel paseo bajo las aguas? Las palabras no alcanzan a contar tales maravillas. Cuando incluso el pincel es incapaz de reflejar los efectos particulares del agua, ¿cómo reproducirlos con la pluma?
El capitán marchaba por delante y su compañero nos seguía unos pasos por detrás. Conseil y yo nos manteníamos uno junto al otro, como si nos hubiese sido posible intercambiar algunas palabras a través de nuestros caparazones metálicos. Yo no sentía el peso del traje, de las botas, de mi depósito de aire ni el del grueso casco, en el que mi cabeza se balanceaba como una nuez en su cáscara. Sumergidos en el agua, todos esos objetos perdían una parte de su peso igual al del líquido desplazado, y me alegré de que se cumpliese esta ley física descubierta por Aristóteles. Ya no era una masa inerte, y tenía una libertad de movimientos relativamente grande.
La luz, que iluminaba el fondo hasta una profundidad de treinta pies, me sorprendió por su potencia. Los rayos solares atravesaban fácilmente la masa acuosa y disipaban su coloración. Yo distinguía claramente los objetos a cien metros de distancia. Más allá, los fondos se matizaban con finas gradaciones de azul ultramar, azuleaban a lo lejos y se difuminaban en medio de una vaga oscuridad. Verdaderamente, el agua que me rodeaba no era más que una especie de aire, más denso que la atmósfera terrestre pero casi igual de diáfano. Por encima de mí, veía la tranquila superficie del mar.
Caminábamos sobre una arena fina, lisa, no arrugada como la de las playas, que conserva el rastro de la marea. Aquella alfombra deslumbrante, verdadero reflector, devolvía los rayos del sol con una intensidad sorprendente. De ahí la inmensa reverberación que penetraba todas las moléculas líquidas. ¿Se me creerá si digo que a esa profundidad de treinta pies yo veía como si estuviera en pleno día?
Durante un cuarto de hora pisé esa arena ardiente, cubierta de una impalpable polvareda de conchas. El casco del Nautilus, perfilado como un largo escollo, iba desapareciendo poco a poco, pero su fanal, cuando la noche cubriera las aguas, facilitaría nuestro regreso a bordo, proyectando sus rayos con una claridad perfecta. Efecto difícil de comprender para quien sólo ha visto en tierra esas capas blanquecinas que resaltan tan vivamente. Allí, el polvo que satura el aire les da una apariencia de neblina luminosa. Pero sobre el mar, como bajo su superficie, esos rasgos eléctricos se transmiten con incomparable pureza.
Seguimos avanzando por aquella vasta llanura que parecía no tener límites. Yo apartaba con la mano las cortinas líquidas que se cerraban tras de mí, y la huella de mis pasos se borraba inmediatamente por la presión del agua.
Pronto algunos objetos, apenas difuminados en la lejanía, se perfilaron ante mis ojos. Reconocí magníficos primeros planos de rocas tapizadas de los más bellos zoófitos, y ante todo me impresionó un efecto propio de aquel lugar.
Eran las diez de la mañana. Los rayos del sol caían sobre la superficie del mar en un ángulo bastante oblicuo y, al contacto de su luz descompuesta por la refracción, como a través de un prisma, las flores, rocas, plantas, conchas y pólipos se teñían en sus bordes de los siete colores del espectro solar. La mezcla de tonos y colores era maravillosa, una fiesta para los sentidos, un verdadero caleidoscopio de verde, amarillo, naranja, violeta, añil, azul…, en fin, toda la paleta de un colorista empedernido.

Conseil se había detenido como yo frente a aquel grandioso espectáculo. Evidentemente, ante aquellos zóofitos y moluscos, el muchacho clasificaba y clasificaba. En el suelo abundaban los pólipos y equinodermos; los isinos variados; las cornularias, que viven en zonas retiradas; racimos de oculinas vírgenes, antiguamente denominadas «coral blanco»; las fungias erizadas con forma de hongos; las anémonas que, adheridas por su disco muscular, parecían un parterre de flores esmaltado de porpitos ataviados con su collar de tentáculos azulados; de estrellas de mar que constelaban la arena; de asterofitos verrugosos, finos encajes bordados por las náyades, cuyos festones se balanceaban al ritmo de las finas ondulaciones provocadas a nuestro paso. Sentía auténtico dolor al tener que aplastar bajo mis pies los brillantes especímenes de moluscos que cubrían el suelo por millares; los peines concéntricos; los martillos; las donáceas, verdaderas conchas saltarinas; los trocos; los cascos rojos; los estrombos ala de ángel; la afisias y tantas otras criaturas del inagotable océano.
Pero había que avanzar, y así lo hicimos, mientras sobre nuestras cabezas bogaban manadas de fisalias que dejaban flotar sus tentáculos azules; medusas cuyas sombrillas opalinas o rosáceas, festoneadas con una banda azul, nos resguardaban de los rayos solares, y pelagias panopiras que, en la oscuridad, habrían sembrado nuestro camino de resplandores fosforescentes.
Entreví todas esas maravillas a lo largo de un cuarto de milla, sin apenas detenerme y siguiendo al capitán Nemo, que me indicaba el camino. Pronto cambió la naturaleza del suelo. La llanura de arena fue reemplazada por una capa de limo viscoso que los americanos llaman oaze, compuesta únicamente por conchas silíceas o calcáreas. Luego recorrimos una pradera de algas, plantas pelágicas que las aguas no habían arrancado todavía y cuya vegetación era muy frondosa. Aquel césped espeso y mullido habría podido rivalizar con las más suaves alfombras tejidas por la mano del hombre. Pero si la vegetación se extendía a nuestros pies, también lo hacía sobre nuestras cabezas. Una esponjosa bóveda de plantas marinas, pertenecientes a la exuberante familia de las algas, de las que se conocen más de dos mil especies, se cruzaba en la superficie de las aguas. Veía flotar largas cintas de fucos, globulosos unos, tubulares otros; laurencias; cladóstefos de hojas sueltas; rodimenas palmeadas, semejantes a abanicos de cactus. Observé que las plantas verdes se mantenían más próximas a la superficie, mientras que las rojas se situaban a una profundidad media, dejando a los hidrófitos negros u oscuros la tarea de formar los jardines y parterres de las capas más profundas del océano.
Estas algas son un verdadero prodigio de la creación y una de las maravillas de la flora universal. Esta familia produce a la vez los vegetales más pequeños y más grandes del planeta, pues igual que se han contabilizado cuarenta mil de estas minúsculas plantas en un espacio de cinco milímetros cuadrados, también se han encontrado fucos cuya longitud superaba los quinientos metros.
Hacía aproximadamente hora y media que habíamos salido del Nautilus. Era casi mediodía, como deduje por la perpendicularidad de los rayos solares, que ya no se reflectaban. La magia de los colores fue poco a poco desapareciendo y los tonos de esmeralda y zafiro se borraron de nuestro firmamento. Caminábamos a un paso regular que resonaba en el suelo con sorprendente intensidad. El menor ruido se transmitía con una rapidez a la que el oído no está habituado en tierra. En efecto, el agua transmite mejor el sonido que el aire y lo propaga con una rapidez cuatro veces mayor.
En ese momento, el suelo se inclinó en una pendiente prolongada y la luz cobró una tonalidad uniforme. Alcanzamos una profundidad de cien metros, lo que equivalía a sufrir una presión de diez atmósferas. Pero mi escafandra estaba tan bien diseñada que no acusé la presión. Tan sólo sentí una ligera molestia en las articulaciones de los dedos, y aun ese dolor pronto desapareció. En cuanto al cansancio que debía de producir un paseo de dos horas embutido en un traje al que no estaba acostumbrado, era prácticamente nulo, pues mis movimientos, ayudados por el agua, se ejecutaban con una facilidad sorprendente.
Llegados a una profundidad de trescientos pies, aún podíamos ver los rayos del sol, aunque débilmente. Su intenso resplandor fue seguido de un crepúsculo rojizo, a medio camino entre el día y la noche. Sin embargo, veíamos lo suficiente para guiarnos y no hizo falta utilizar los aparatos Ruhmkorff.
Entonces el capitán Nemo se detuvo, esperó a que yo lo alcanzara y me indicó con el dedo unas masas oscuras que se perfilaban en la sombra a poca distancia de nosotros.
«Es el bosque de la isla Crespo», pensé. Y no me equivocaba."



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